lunes, 4 de noviembre de 2013

Francisco el cu...

No sé qué le pasaba por la mente a mi querido Pancho cuando vino cojo de tacones a mi blanca y alconchonada oficina ese día. Recuerdo que en nuestra infancia, cuando vivíamos en la villa, solía visitarme en sus pulcras blanquecinas sandalias. Sí, era muy cuidadoso con la higiene, ya que su madre le atiborraba con historias de terror que se alargaban desde los “voraces piojos”, hasta el “temible monstruo engulle pitos” (herpes). Dichas visitas sólo eran para jugar a las canicas o perforar el poco pavimento que nos circundaba.
De sus tempranos años hasta los ocho, él aparentaba ser un niño muy educado, incluso de más; sin embargo, los chismes y mofas tardaron, pero llegaron a tiempo a la vida de Francisquito. Creo que así fue, porque en un día soleado, mientras yo experimentaba tremenda siesta desde mi casa, Francisco  jugaba a la roña con Fabio Rondulo; Panchito tenía bien puestas
sus impecables zapatillas, pero Fabio, un niño más regular de la villa, travieso, corría por el bárbaro suelo descalzo, incluso hay versiones en que él estaba “como Dios lo trajo a nuestra bendita tierra” –tengan ahí el por qué Pancho se sintió tentado a lo que ocurrirá más adelante-, otra fue que Francisco sin paños andaba, raro en su caso, porque pocos niños como él había, esos que hasta en verano usan suéter y pantalón largo, casi como si fuera a una extraña y lejana expedición. Esta costumbre le duró hasta la adolescencia para cambiarla por “atuendos más finos”.
Bueno, ¿en qué iba?... ¡Ah! ¿En su encuentro con el alfarero?

¡No, cabrón! Estás echando a perder la historia
 De por sí muy baboso al hablar

Cierto, cierto; ya recuerdo. Pues, mi estimado Francisquito la estuvo pasando muy guay -así como dicen en la península gachupina- con Fabio Rondulo. La algarabía, trotes y destrotes mezclaban tan bien en este momento recreativo; pero, ¿quién pudo creer que de un momento tan ameno sugiera la otra cara de Francisquillo? Y vaya que fue así: era el turno de Francisco en ir a pegarle la roña a Fabio. Este otro infante sintió que los rayos del sol le lamían la espalda desnuda, se da la vuelta en dirección a Apolo, deidad que se representa con su tirabichis, más mortal arma en el Olimpo, y extendió los brazos de lado a lado, los posiciona en forma horizontal, bueno, casi horizontal, ya que trazaban un ángulo de ciento sesenta y cinco grados, como también abrió un poco sus piernas; su cara morena, cara llena de diminutos tatuajes circulares que la misma hierofánica estrella le marcó, se alzó hacia el cielo, tal vez esperando una agradable lluvia de rayos solares, tal vez formando una representación del Hombre de Vitruvio en honor a Leonardo da Vinci. Por otro lado, se encuentra el muy alegre Panchito desplazándose frenéticamente hacia su nuevo amigo. Francisco no había reparado antes en la bonita piel bronce de Fabio, y esta vez por unos microsegundos se quedó atónito; otros dos segundos se detuvo jadeando del cansancio; otros cuantos contemplando al niño de bronce que tenía al frente de él. Francisco no respiró más diez veces cuando una idea se le ocurrió, como de igual manera efectuarla. Se deslizó furtivamente hacia Fabio, con pícara careta, se acerca al niño que disfruta de un rico baño solar. Dos, tres, cuatro pasos, las garras de Pancho se abren y las ensarta en el borromeo de Fabio Arredondo.
¡Qué epidemia fue el chisme! Llegó desde la casa de los Arredondo, hasta las villas de cercanas. Por supuesto que fue una tragedia para la familia de Francisco, ya que su pequeño hijo de a penas diez años tenía afecciones con los de su mismo sexo. Cosas, cosas de pueblos tradicionalistas; cosas que fragmentan u oscurecen el ser de un individuo, derrumbando futuros resplandecientes, convirtiéndolos en viles clichés de “maricones de estética” y mujeres membrudas de las zonas bermejas.
Aunque esa anécdota fue eliminada años después, todo por la ayuda del magnánimo regente de los toreros de nuestro adorado país. Como se ha de imaginarse, Francesco –sí, para darle clase a mi amigo en su nueva etapa de rockstar taurino- se convirtió en uno de los toreros de más talento, tocado por Dios para ser una las deidades mata toros de nuestro planeta tierra. ¿Fue fácil? No, no, claro que no, para nada. Todo se constituyó en base de garrotazos, blasfemias y, como dicen las malas lenguas del pueblo –conste que yo no lo inventé-, “un que otro masajito para el ánimo” que le dio su mismísimo tío Alcornoque de Frijolón; torero famoso, aclamado por el público sediento de sangre en el coliseo de la tauromaquia, pero un poco torpe en su breve elocuencia. Ni hablar en cosas de ciencias duras, porque su cabeza era más dura que ellas.
Es un juicio erróneo decir que su tío Alcornoque era un tirano con su sobrino, porque en verdad lo quería, mucho, sólo que el proceso para formar a bárbaros antibovinos es irrefragable que el proceso sea igual de bárbaro.
¡Cabrón jijo de tu madre! Háblame en español, no en inglés, mamón
                                                       ¿que “enredar irrefragrabre” qué? Chinga tu madre

De acuerdo, de acuerdo, espero que sea disculpable que tenga dos doctorados en literatura y humanidades, hago lo posible para que mis palabras sean lo suficientemente descifrables. Lo diré de una manera más germánica, si es que es plausible: para hacer toreros, hay que sufrir como burreros.

No entiendo, no sé qué dices
                                                             Hablas bien feo; qué bueno que nunca estudié

Quise decir que hacer toreros es un trabajo muy difícil, se sufre mucho. Bueno, no tanto, pero para el pobre Francisco fue horrible.
Ya a sus veinte primaverescos años era un galán de galanes; toda mujer lo deseaba entre su escarlata capa y camas nacaradas; todo público enardecido se consumía en gritos de “¡mátalo ya!” “¡Olé, mierda que hazlo mierda!” y mucho más. Catárquica la situación, muy catárquica. No, mejor lo pongo como “placentera” -luego no se entiende.
No, para nada obstante, Panchito detuvo su apetito carnal hacia los machos de bronce. En su pubertad ya se había liado algunos muchachos veinteañeros. Luego no discriminó sexo, sólo para probar, así una vez me contó él, Francisco, pero se quedó con el equipo fálico de la civilización humana. Yo todavía le hablaba, incluso salíamos por un que otro cafés cuando yo era estudiante y él ya un torero de renombre, y eso que así seguí a pesar de que se burlaban. A veces decían que yo era un marica, un rebana pepinos –qué obscenos pueden ser los niños, ¿no?-, o, los niños más educados y gentiles, me llamaban “l bicurioso”. Al rato de tener algunas novias, tener fama de muy bohemio y toda la parafernalia de los de mi ámbito, dijeron que era normal en nuestro espíritu, que alcanzábamos a ser muy curiosos como los griegos, pero manteniendo nuestra orientación heterosexual fija. Me dio igual, me da igual.
Lo único que faltaba es que me dijeran que estaba loco.
Francisco fue un gran catador de varones, superior en su comunidad. Hay que saber que se relacionó lascivamente con gente de la farándula internacional, el presidente de tal país, el embajador del otro, el gerente de una compañía monopólica, el contador de fulana organización, el abogado de la misma, el cajero de la tienda y el conserje de alguna primaria. Siempre me dijo “Para el amor y los placeres, no hay malos quehaceres”. Siguió y siguió, su libido sexual no concibió satisfacción alguna, le era como un deporte sin fin, más que la misma tauromaquia que lo tenía en un trono lleno de laureles y cupidos con nalgas rosadas.
¿Cómo no ya comentar lo que me contó Francisquito es día en que llegó a mi oficina? Vaya vaya, qué día fue ese. Yo estaba relajado en ese momento. Él entró cojeando por la ausencia de un tacón, con el rímel embarrado en sus sienes y estoque con lágrimas carmesí sobre el luminoso acero en mano izquierda.
Yo no sabía que le gustaban los entes peludos y cuadrúpedos. Me impresionó, pero a la vez no. Fue gracioso, claro, pero de Panchito, supongo yo, que se puede esperar todo. Pues, para variar, Francisco se adentró en una ironía en cuita: se enamoró de un cornudo toro.

No me vengas con pendejadas
                                                                              Ya empezaste a inventar...

Juro por el recuerdo difuso de mis padres Dionisio y Moria que eso me confesó. De hecho, hasta tuvo varios astados amantes, tantos que no quiso desembuchar la cantidad cuando se lo pregunté con impaciencia. Sin embargo, este último que tuvo fue excepcional, porque aclaró que los otros sólo fueron placer efímero, pero este, que ojos moros portaba, lo hechizó, tanto que cometió el peor error de su vida, tan grande fue que tanto su carrera y su futuro dependieron de ello.
Érase una vez…

¿Qué? ¿Ahora nos vas a contar un cuento maricón?


No, para nada, sólo quise darle un bonito principio  a la anécdota que sigue.

Órale pues
                                                                                                Órale

Bueno.
Érase una vez, un muchacho bien vestido, con lentejuelas coloridas de dorado y colorado, que alzaba una estoque hacia el público y su sonrisa hacía que el alba fuera la noche de ese día. Su trasero era de oro y turquesa, y al tacto era tibio mármol. Sus brazos, dos olmos o dos marros, constituían lo más preciado y vistoso de este sujeto llamado Francisco el cuarteador de toros. Y así lo ovacionaba el público hambriento de carne bovina. Él, como un épico gladiador, fijó su mirada hacia su moribundo contrincante que poco le dejaba desear a Minos. El toro, que con cariño Francisquillo le apodaba “Torito Infante”, tenía una piel gruesa, que tal vez no moriría en una sola estocada; pero lo más impresionante, era que no se podía saber con exactitud si su piel en verdad era roja infernal o negra abismal. Cáspita, cáspita.  La gente gritaba mil conjuros a la muerte –o a Francisco que se pusiera una túnica negra y que tomara acción con una larga os para terminar el espectáculo de una vez-, mientras él recapacitaba todo amoroso encuentro que tuvo con su Torito Infante. Él me dijo que pensó por un momento que el toro que se iba a sacrificar en esos momentos no era su adorado animal, sino Francisco el cuarteador de toros. Él se veía acorralado por tanto humano salvaje que sólo pedía la muerte de alguien, un chivo expiatorio, alguien a quien sería fácil quitarle la vida como la paleta a un niño sin que hubiera más conflictos. Proeza del bienhechor que es mi amigo, fue acercarse poco a poco al toro, con paso a pasito. La mano que sostenía el estoque temblaba. La capa paulatinamente se resbalaba de sus dedos hasta caer al suelo, haciendo una manta de picnic para quién demonios sabe. Una, dos y tres lágrimas caen como diminutos lagartos de sus ojos; y la estocada embistió al suelo, quedando bien plantada ahí, y los gruesos brazos de Francisco, se posaron en el Torito.
Pancho me describió bastante bien la escena, tanto que pude redactarla en mi mente con genialidad.

¿Y qué pasó después?
                                                             Sí ¿y qué más?

No me dijo mucho, sólo recuerdo que cuando de sus ojos brotaban lágrimas oscuras, sus labios trémulos emitieron un sonido que golpearon las cuatro paredes suaves de mi oficina: “Y lo que más recuerdo es algo que cuando pasaron los días, cuando ya todo mundo sabía mi otra vida y mi supuesta filia, es que un ex aficionado que iba en compañía de otros más me gritó esto ‘¡Hey, miren! Ese depravado ya no es Francisco el cuarteador de toros, sino Francisco el cule… e… ros…’”

Ahí estuvo, pinche loco, ya me hiciste llorar
                                              Qué triste final de ese depravado…

Vaya que sí lo fue. Pero es para preocuparse, dijo que ya se vengó de muchos que se mofaron de él, incluso en mi visita me contó que aquí, afuera de mi oficina, unos empleados también sufrieron su venganza con estas exactas palabras “ahora ellos sintieron lo que mi Torito Infante sufrió ese puto día”.















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