domingo, 3 de noviembre de 2013

Cinco soles

Era un día soleado para andar pensando en los quehaceres efectuados en el rancho para Pedro Solís. Pero nomas el sol acariciaba con rudeza su piel curtida sexagenaria, el clima era el más seco estepario, tanto, que parecía que el ecosistema fue creado por un ser divino que deseó deshidratar a sus habitantes, así, para después ser devorados por él. Todo un complejo de Cronos, si de esta manera me es permitido definirlo clínicamente.
El sudor de Pedro Solís eran como gotas de miel; el trabajo pesado que él solo mantenía, ya lleva décadas de hábito: cada domingo madrugar a su pequeño rancho de San Pedro, prepararse antes un frugal desayuno, sea por los problemas de presión que obtuvo a sus cincuenta y tres años, todo por tener la costumbre de comprarse un paquete de seis –o doce- cada semana, cantidades indiscriminadas de carne asada; tortillas de harina; queso chihuahua; diez naranjas al día; limón hasta en los huevos revueltos con chilorio matutinos; chiltepín para “el arranque, según Pedro Solís; el bacanora mensual con su compadre Higinio Alberto Madrigal; y… Vaya, me he salido del rumbo de la historia. No se vaya a asustar si cree que lo tengo muy “checadito”; aquellas gotas de miel eran gotas de sudor sucio, sudor que rociaba la seda impura y roñosa que cubría sus músculos, nervios, huesos y una posible alma que, supuesto por algunas religiones, hemos de contener en el corazón, o cogote, o mandíbula, o el dedo gordo del pie izquierdo. Vaya usted a saber.

Pedro Solís, sentado en un tronco viejo,  veía el horizonte que tragaba todo el este que los ojos de este célebre humano atendían. Sus pensamientos eran vagos, tal vez los más concisos eran los de su mujer “que está en los cielos”, y algunos otros de sus hijos que abandonó en un pueblo cuyo nombre nadie quiere recordar. Trágica la vida es cuando un padre esparce su semilla y deja bastardos sin gloria, sin lana y sin formada familia. Pedro Solís tuvo una adolescencia de fiestas, sombreros y barbacoas, sin embargo monótona. A veces las imágenes que proyectaba su imaginario eran sombreros tejanos, botas magulladas, caras de ancianos chimuelos… Su cabeza no encontraba descanso, pero se encontraba en su momento de descanso y reflexión.

Recordó, Pero Solís, pero recordó tarde que sus pastillas para la presión no estaban en su picap. Los primeros síntomas de dolor de cabeza y mareo lo inundaban ontológicamente. Un dolor en el pecho, un extraño dolor, un dolor que sólo creyó haber sentido en ciertas veces que tuvo torzones, casi lo dejó difuminado, pero antes, vio lo más alucinante que pudo ver en su vida: en el cielo cobrizo pendían dos soles; en eso su cuerpo se sintió más caliente, sus latidos disconformes y su vista turbia. ¿Estaba alucinando? Un sol enorme  y estacionario, otro sol más pequeño pero móvil… Era como una estrella de bengala que dejaba ciego a cualquier vidente. Parvadas dominaban las alturas, algunos otros animales corrían también al sentido contrario donde aquel nuevo sol creciente; la vaca acorralada, Betty, mugía con locura. Todo esto pudo ver con cuasi clara atención Pedro Solís, hasta que el nuevo sol cayó se lo tragó el horizonte, luego seguido de un relámpago. Todo tembló, todo se movía y una especie de muralla invisible estaba arrancando árboles secos lejanos, casas de madera, establos y niños, hombres, carros, el picap de Pedro Solís y Pedro Solís…



El cura vomitó todo el licor que pudo contener hace no poco tiempo su cuerpo. Creyó haber muerto, sea porque por un milagro algo hizo que convulsionara y cambiar de posición en el suelo, siendo que antes estaba boca arriba, ahora de un lado exorcizaba mil espíritus mezcaleños con inversas bocanadas líquidas. Su frente prominente, que corría desde sus cejas nacaradas hasta en la coronilla, lo hacían ver como un héroe mítico, un salvador de civilizaciones antiguas, un derrochador de mil verdades y misticismos. Cobra completamente la consciencia y dice:


-Mierda, pero qué tiene este maldito mezcal; ¡que dos soles no pueden existir simultáneamente!

Y meses después su cabeza, iluminada por un astro antiguo, pendía como una estrella apagada junto a otras cuatro ya en una etapa de putrefacción más avanzada.

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