Leí dos libros de historia, uno de un tal
Hoeffenzorg o Langerhaus –no recuerdo con exactitud; para ser sincero nunca fui
muy bueno para el alemán-, mexicano de ascendencia alemana irlandesa, otro del
Colegio más famoso de mi país, editado por algunos Luises –Luis Hernández y
Luis Martínez, y una Virginia Schoeffer. Quedé extremadamente confundido por
las posiciones epistemológicas, idealistas e historicistas de cada libro. En el
del Colegio, cuyo título es La Historia
Oficial de M., el gran insurgente de nuestra nación cargó un épico
estandarte con la Virgen de Guadalupe y murió gloriosamente como cualquier
héroe digno de cantos épicos, nombres de calles principales y hasta de un
estado o ciudad. En el del mexicano alemán irlandés chichimeca –él mismo se
jacta de tener tantas mezclas de sangre, que de broma dijo en su prólogo “soy
de sangre rosa, sangre tutti fruti
(risas)”-, impone su ojo crítico y con innumerables ironías deconstruye la
historia de la Independencia de M., pero con mucho alboroto en algunos
capítulos.
Un día como este, yo me quedo
dormido por la mañana en medio de una larga y desvelada investigación sobre la
historia y posthistoria. Aparte del porro que fumé para esparcirme diez minutos
y dejar que fluyan las ideas en un efecto celeste: caballos, planetas,
cavernícolas, hachas de acero y madera, ídolos y cultos religiosos, mandrágoras
y el Ágora… Y con un crujir de papeles un “tic” del caer de mi lápiz, mi
aventura onírica comenzó con la activación del sistema límbico.
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